lunes, 5 de octubre de 2009

“TINGO”

BOTAIRA DE MIS ENTRAÑAS.


“TINGO”

Llegó caminando, como llega la mañana… sin más que un triste morral y su paliacate rojo, mismo que usaba para limpiarse el sudor, ese día apareció en el mercado confundido entre el griterío de los marchantes y los ladridos de los perros persiguiendo una vaca, cuando uno de los chiquillos preguntó su nombre, con una sonrisa bonachona contestó “Tingo, me llamo Tingo” y el chiquillo se fue saltando en un pie, gritando un pregón: “!Llegó Tingo el tonto, llegó Tingo el tonto…!”
Tingo pudo haber sido su nombre artístico o su nombre real, nunca se supo, pero su llegada a Botaira fue todo un acontecimiento, por la habilidad que tenía para lanzar puñales y hacer malabares con ellos y teas ardiendo, era frecuente verlo en los corrales haciendo sus gracias en tanto la plebe enardecida y burlona se mofaba de él, y aunque él, al principio lo tomaba como expresiones de alegría y admiración, con el paso de los días comprendió que se trataba solamente de burlas… aún así, en las noches de insomnio, se podían ver por las calles sus luces encendidas girar como centellas parpadeantes en el bajo espacio, mientras en los corrales y llenos de miedo, los perros ladraban, en sus casuchas las viejas se persignaban y allá en la plazoleta los demás reían entre burlescos y admirados.
Sin un lugar para vivir, se acomidió a acarrear leña a las casas, o agua de los pozos, a taspanar los patios o barrer las calles, o espantar duendes, con el tiempo se fue ganando el afecto de los mayores, que con agradecimiento le daban alguna moneda para su comida y tabaco, que el compraba para fabricarse sus propios habanos o comida incluso y doña Aurora le ofreció un lugar para vivir en sus trojes, a cambio de que le encerrara las vacas en la tarde y le ayudara con las labores del rancho, le consiguió un burro que por cierto era burra y de color verde a decir de los chamacos de Botaira y eso a él lo enfurecía.
Hubo una vez un día, casi al despedirse el sol naranja que ilumina las calles de Botaira, en que Tingo regresaba de dejar las vacas de Aurora allá por el rumbo del lago de los lagartos, sentado al lomo del burro, fumando su habano, cuando vio en el cielo un arcoíris enorme, con colores que no imaginó que existieran, aquello era una señal de portento tal vez divino, pero no lo averiguaría sino días mas tarde, porque esa vez su preocupación estaba distraída con otras cosas y es que su burro estaba enfermo del estómago, pues últimamente había estado teniendo evacuaciones casi líquidas y a alguien se le ocurrió recomendarle que le metiera una manguera por el culo, -jamás se lo hubieran dicho-, porque el pobre hombre en su inocencia, lo primero que se le ocurrió hacer fue meterle la manguera al animal y ¡abriole a la llave!: el estómago del jumento se llenó tanto de agua, que llegó el momento en que a punto de explotar arrojó la manguera cual sierpe enfurecida y agua con diarrea de un color verde amarillento por todos lados, tingo estupefacto y boquiabierto permaneció durante unos minutos ahí frente al animal, moribundo, que instantes después perecería víctima del cariño de su amo y su pasión por curarlo.
(Esa fue solo una de las aventuras que Tingo experimentó en su paso por este mundo y este Botaira mío, de hecho fue prácticamente la última, porque de él hay mucho que contar, pero hoy me llegó la nostalgia y decidí escribir este recuerdo.)
A los pocos días, la depresión invadió al pobre hombre que decidió morir de tristeza y arrepentimiento, por lo que se entregó a la huesuda sin miramientos y entre rezos de Liliana su vecina y la madre de ella, doña Eulogia, dijo adiós a este mundo dejando en Botaira un recuerdo que nada borra y que seguramente permanecerá por siempre mientras alguien cuente su tragedia y las tantas cosas buenas que de él se recuerda, y lo mejor de todo es que según afirman los que lo conocieron, Tingo vive en el cielo que tan merecido se tenía. Eso espero…